Me sigo dando cuenta de que tener dos peques no es sólo multiplicar el amor… también se multiplican las ojeras, el caos, los gritos y las ganas de atrincherarte en el baño con un pedazo de chocolate.
Cuesta, y más de lo que me imaginaba. Y no es que nadie me lo advirtiera. Algunas amigas me lo dejaron en el aire atado con alambre. Mi hermano, que tiene tres hijos increíbles, me lo dijo clarito. Pero yo, ilusa, pensé: Ay, seguro exagera. Spoiler: NO exageraba. Estaba siendo considerado.
La verdad es que me han faltado más relatos realistas, de esos que no son un muro de quejas ni un comercial de pañales con bebés que duermen ocho horas de corrido. Historias con sus luces y sus sombras. Porque sí, hay momentos tan brillantes que dices “esto compensa todo”, de esos que te hacen estallar el corazón de amor. Pero también hay zonas oscuras… que yo no me imaginaba que venían incluidas en el combo. Sabía que no todo era color arco iris brillante tornasol con brillantina pero tampoco me imaginé tres personas hablándome en simultáneo, pidiendo algo de mi (si, tres: Mr. C también cuenta) cuando ya tengo la paciencia tan pequeña que sólo resta respirar y gritar para desahogar.
Y sigues extrañando muchas cosas pero, honestamente, este modo de vida tiene su encanto. Es verdad que vives en alerta como si fueras parte de un escuadrón de rescate, incluso cuando duermes... que en verdad no duermes, sólo cierras los ojos y confías en el universo. Pero el cansancio, las negociaciones, la adrenalina, los llantos, la movida de estar todo el tiempo pendiente de todo no la cambio por nada.
Y claro, llega el punto de quiebre. Ese momento en que piensas “esto me queda grande” o directamente “quiero renunciar, ¿a quién se le entrega la carta?”. Practicas fuertemente la lloración. Piensas, tomas un té (frío, por supuesto), y sigues como una campeona.
Pero entonces… ¡PUM! un rayo de luz despeja todas las nubes. Uno de esos momentos mágicos que te centran, te sacuden y te recuerdan que no todo es drama. Uno de esos instantes que te dejan sin aire. Las ves abrazarse, jugar, reírse juntas. Una enseñándole a la otra, imitándose, compartiéndote. Y ahí el universo se alinea, suena una música celestial (aunque probablemente sea La Granja de Zenon de fondo), y todo es perfecto otra vez. No hay cansancio, no hay caos, no hay listas mentales. Sólo amor de ese que llena cada célula de tu cuerpo. Felicidad en estado puro. Y obvio, saco una foto para inmortalizar el momento y recordarme: esto es real, esto pasó, no lo soñé entre gritos y berrinches, mientras ordenaba y limpiaba.
La bimaternidad es un tsunami de emociones, una montaña rusa sin frenos ni cinturón de seguridad, una (re)evolución en todos sus acepciones. Es un susto con formato de milagro. Un curso intensivo de amor, paciencia, y creatividad. Y aunque a veces sientas que estás sobreviviendo... en el fondo, estás haciendo magia.